Mi nombre, está demás. Mis apellidos, distan mucho de los
apellidos típicos japoneses. Tengo notorios ojos “chales” o “asiatizados” y mi
piel es medio amarillosa. Me encanta la filosofía aunque últimamente he
descubierto mi vocación hacia ciertos aspectos del lenguaje y la comunicación.
No soy nada del otro mundo y tengo, como todos, defectos e incontables derrapes
emocionales por el pueril control de mis impulsos.
Sin embargo, de mi
aspecto, sólo puedo decir lo más importante de lo menos importante: soy
tataranieto de una pareja incestuosa de primos españoles, bisnieto de un
japonés, y nieto e hijo de mexicanos del occidente-bajío del país. Soy lo que
dicen, un “mestizo”, aunque no abrace la ideología de bronce con la que puedo
ver como controlan a las millones de personas que habitan este territorio tan
diverso, difícil y complejo. No abrazo ninguna cultura originaria, ni me
interesa hacer un conclave de descendientes asiáticos para negociar privilegios
como “minoría”. Como yo, los descendientes de asiáticos no nos conocemos (y por
lo menos, a mi no me interesa conocerlos), y quizá, como yo, ya no poseen
apellidos japoneses. Tampoco abrazo las iniciativas de otros supuestos descendientes
de asiáticos, ni wikisimulacros similares. Pienso.
Pero he de hacer
patente los racismos y clasismos que a lo largo he experimentado, entre la
burla amistosa o los comentarios socarrones despertados por la ira o atracción/repulsión
ideológica y emocional hacia mis no menos indiferentes actitudes para con lo
convencional y para con el mundo en general. Racismos presentes también en la
diferencia de trato cuando por alguna razón, las personas que son japófilos
–frikis, otakus, whatever that means-, me tratan mejor. He sido detenido en el
aeropuerto porque me han confundido con “chinos falsificadores” y, dado mi
aspecto, también he soportado todo tipo de retahílas e indirectas sinofóbicas o
nacionalistas de aquellas personas que han decidido expresar su opinión en voz
alta sin que precisamente exista un interés más allá del de el interlocutor a
quien vomita toda la saña, la inseguridad y la preocupación que no pueden
expresarme a la cara (quizá, en su mundo de caricaturas, crean que sé algún
arte marcial superior a su combate impulsivo y callejero).
Por demás, he
tenido que soportar también los microchovinismos (como el tapatío), el
centralismo y los clasismos de una sociedad desigual como la mexicana. Y a todo
esto ¿por qué les encanta generalizar y afirmar que somos un país mestizo,
incluyente e indígena, cuando sus prácticas no distan de la mentalidad de
castas (indiscutiblemente moderna)? El fascismo cultural guadalupano
nacionalista no es un mito, conforma, por llamarlo de algún modo, mi pequeño
infierno existencialista.